miércoles, 26 de marzo de 2014

EL SEGUNDO ALTAR EN LA CURVA DEL DIABLO


Por: Víctor Montoya

De un tiempo a esta parte, atraído como siempre por las creencias y leyendas urbanas, me di una vuelta por el nuevo altar en la Curva del Diablo, que desde hace más de un año se encuentra enfrente del primero. Es cuestión de cruzar la carretera de la Autopista para internarse en una zona boscosa, por donde pasa un pequeño río, y dar con el tabernáculo de adoración a Satanás, que tiene una altura de aproximadamente dos metros y una estructura parecida a una cueva.

Lo cierto es que una vez que el primer altar en la Curva del Diablo fue destruido con una excavadora por órdenes de la municipalidad de La Paz, arguyendo que allí se realizaban conjuros de brujería y ritos satánicos, los fieles adoradores del príncipe de las tinieblas no demoraron en trasladar sus ofrendas a este sitio montañoso de la misma zona, donde prosiguieron con las ch’allas y las k’oas en honor del diablo que, según la visión de sus devotos, no sólo representa a las fuerzas del Mal, sino también a los espíritus del Bien.

Alrededor del pedregoso altar, que no presenta la imagen tallada de un diablo en roca como en la de enfrente, están esparcidas cenizas de fogatas, restos de velas blancas, negra y verdes, hojas de coca, botellas plásticas de alcohol, latas de cerveza, colillas de cigarrillos, masitas dulces, mixtura y, para completar el escenario, una botella de vino tinto, en cuya etiqueta se lee: “Vino para ch’allar a la Pachamama”.

Otras pruebas de que aquí se realizan ofrendas y rituales, casi siempre después del ocaso, preferentemente los días martes y viernes, son los olores a coca, alcohol e incienso, que parecen haberse perpetuado al pie del nuevo altar, donde se encuentran pedazos de ropas quemadas, debido a que no faltan personas que, cargadas de bateas y baldes con agua, lavan las prendas de sus difuntos y las queman al amparo de la noche.

Para algunos, el diablo que apareció en esta zona, desde antes de que se asfaltara la Autopista, tiene las mismas características que el Tío de la mina, quien exige tributos tanto para él como para la Pachamama. En cambio para otros, estos altares en la Curva del Diablo sólo sirven para practicar rituales satánicos y ejecutar sortilegios de brujería; más todavía, no pocos piensan que las personas que ostentan poder económico, y que lo demuestran a través de suntuosas joyas y autos de lujo aparcados a un costado de la carretera, vendieron su alma al diablo a cambio de riquezas.

Las personas que transitan por la Autopista, cerca del altar y a cualquier hora del día, cuentan que no es raro ver a gente rezándole al diablo, como suplicándole que los ayude en los negocios, la vida personal y profesional. Entre sus fieles se encuentran los comerciantes y transportistas, quienes, debido a los accidentes que se registraron a la altura de la Curva del Diablo, acuden a pedirle protección, convencidos de que los accidentes no se deben a fallas técnicas ni humanas, sino a los enojos del diablo, quien suele castigar de manera cruel a los que reúsan entregarle ofrendas para saciar su sed y su hambre.

“Por eso le rendimos culto, porque es como un dios que nos ampara de los peligros y evita que muera mucha gente”, declaró un chófer que, pijchando hojas de coca y rociando aguardiente alrededor del altar, no dudaba en que el diablo tenía poderes sobrenaturales y que sus vibraciones se sentían a varios metros a la redonda. Luego añadió: “Él fue también en su época un ángel bello y poderoso, y sólo porque quiso ser más que Dios, lo condenaron al infierno y lo mandaron para abajo”.

Está claro que en este lugar se dan cita personas de distintas condiciones sociales, desde los profesionales de vida convencional hasta los “cogoteros” más avezados. Asimismo, es un nido de alcohólicos, prostitutas y delincuentes del más diverso calibre, acostumbrados a cometer robos a mano armada y a plena luz del día. No en vano la policía recibe denuncias de personas que fueron asaltadas por los maleantes de caras cubiertas con pasamontañas y armados con pistolas, cuchillos y machetes.

La Curva del Diablo es también frecuentada por individuos que, cada primer viernes del mes, sacrifican animales en un ritual supuestamente satánico. Se trata en su generalidad de adolescentes que, ataviados de negro y portando amuletos que simbolizan los poderes de Satanás, celebran una suerte de misas negras, más con fines de entretenimiento y rebeldía, que por una convicción relacionada con los verdaderos ritos que emulan o parodian a la misa cristiana.

En las ceremonias esotéricas, de acuerdo a los testigos, se invierten todos los signos cristianos por signos satánicos y, en lugar de consagrar el pan y el vino, se consagra la sangre de un animal sacrificado, con la finalidad de reafirmar la naturaleza salvaje del ser humano. En consecuencia, no es casual que en el lugar se adviertan huellas de animales sacrificados en honor de Satanás.

Los adolescentes involucrados en estos actos esotéricos, en los que exhiben el pentagrama invertido, actúan inspirados por las bandas del género musical derivado del “Heavy Metal”, llamado también “Black Metal”, cuyos integrantes no sólo se definen como satánicos, sino que interpretan músicas estridentes, acompañadas de textos que exaltan los ideales de rebelión, anarquía, desacato a la autoridad y blasfemias del anticristo.

No se descarta el hecho de que estos adolescentes presenten problemas psicosociales o sean adictos a ciertas sustancias controladas, como el alcohol y las drogas, y que su conducta de apostasía sea el resultado de la marginación social en la que viven. Tampoco se excluye la posibilidad de que algunos de ellos se definan como adoradores de Satanás y que incluso hayan leído la “Biblia satánica” del ocultista Anton Szvandor Lavey.

De todos modos, el luciferismo, a diferencia del satanismo, puede entenderse más como un sistema de creencias que venera las características esenciales adheridas a Lucifer. Las personas que adoran y rinden pleitesía a Satanás, como a una deidad mitológica contraria a las concepciones religiosas, identifican a Lucifer como el portador más liviano y positivo del satanismo, debido a que Lucifer, en cierta medida, es un personaje que encarna algunos aspectos profundos del subconsciente colectivo.

Sin embargo, cabe remarcar que la mayoría de las personas, en lugar de ver al diablo como a un ente malhechor, lo ven como al Tío de la mina que, siendo dios y diablo a la vez, es un ser protector y benefactor. De ahí que no es casual que los mineros relocalizados, que hoy forman parte de la urbe alteña, conformen un estamento especial en la Curva del Diablo, ya que ellos son quienes más ch’allan y k’oan al pie del altar, pidiendo que el Tío haga realidad sus sueños y deseos.

Quizás por eso una  mujer, entrevistada por la prensa paceña, manifestó que ella asistía a la Curva del Diablo para agradecerle al Tío por los favores que recibió en su vida. “Aunque no soy adoradora del Mal –dijo–, vengo con mucha fe ante el Tío, porque él me cumplió muchas cosas. En mi vida han pasado muchas cosas malas, tenía mucha pena y él me ayudó a aliviarla con sus poderes mágicos”.

Otro testimonio da cuenta de que el Tío no es malo sino milagroso, que protege a los necesitados, a quienes son víctimas de maldiciones, a quienes padecen de enfermedades terminales o sufren de otros males. “A mí me ayudó mucho. Era alcohólico y ahora dejé la bebida gracias a él”, confesó un joven alteño, mientras ch’allaba y prendía una vela blanca como retribución por el apoyo y los presuntos favores recibidos.

Las supersticiones, casi siempre contrarias a la fe religiosa y la razón, son inherentes a la mentalidad ecléctica de una gran parte de los habitantes de la ciudad de El Alto, donde se ensamblan las concepciones católicas con las visiones paganas de las culturas ancestrales, que sostienen la creencia de que las deidades del subsuelo, como es el caso del Supay (diablo), no sólo tiene atributos de maldad, sino también de bondad, exactamente como el Tío de la mina, a quien los trabajadores le rinden pleitesía tributándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.

A poco de retirarme del lugar, donde la gente se reúne como por arte de hechicería, sólo atiné a pensar en que a las autoridades de la municipalidad no se les ocurra, como en el año de 2011, destruir con una excavadora mecánica este segundo altar, porque los peregrinos a la Curva del Diablo no se darán por vencidos y, en menos de que cante un gallo, construirán un nuevo altar en algún otro sitio de la Autopista que conecta a ciudad de La Paz con El Alto, convencidos de allí donde manda el diablo no manda Dios y mucho menos las autoridades ediles de la sede de gobierno. 

miércoles, 19 de marzo de 2014

ANTONIO PAREDES CANDIA, UN AUTOR CON ALMA DE NIÑO

Por: Víctor Montoya

Este autor paceño, que por voluntad propia se alteñizó, nació el 10 de julio de 1924 y falleció el 12 de diciembre de 2004. Escritor, titiritero y folklorista. Dedicó su vida al estudio de las culturas y tradiciones de Bolivia. Se cuenta que procedía a una familia de intelectuales; su padre, Rigoberto Paredes, fue un connotado historiador, y su madre, Doá Haydee Candia Torrico, una gran lectora de la literatura universal. Estudió en el colegio Ayacucho de La Paz y en el Sagrado Corazón de Sucre. Abandonó sus estudios universitarios y se dedicó a recorrer por el territorio patrio, con el afán de rescatar y recopilar las creencias y tradiciones folklóricas que los pobladores conservan en la memoria colectiva y la tradición oral.

La gente lo conocía como librero ambulante, fundador de la Editorial Isla, miembro de la Sociedad Boliviana de Bibliografía y Folklore, y gestor de varias ferias populares de libros, teniendo como base su quiosco en el paseo de El Prado. En su juventud, ganado por el mundo del teatro, se dedicó a adaptar las obras de los autores clásicos para representarlas en las plazas de los pueblos junto a su compañía de títeres “El K’usillo”.

Este fecundo escritor, de colita plateada en la cabeza, bufanda al cuello y bastón en mano, recibió en vida distinciones del Congreso Nacional de Bolivia, la Orden de Marcelo Quiroga Santa Cruz, la Medalla al Mérito Cultural del gobierno boliviano. Asimismo, fue investido Doctor “Honoris Causa” por la Universidad Privada Franz Tamayo.

Antonio Paredes Candia, que tenía el corazón de niño grande, jamás dejó de jugar con sus títeres ni de fantasear con el mundo fantástico -pero a veces cruel- de los niños del campo y las ciudades. A ellos les entregó su cariño incondicional y lo mejor de su arte, compuesto por mitos, leyendas, fábulas, cuentos y novelas breves, que son verdaderas joyas literarias a las que deben tener acceso los niños y los adultos.

Entre sus novelas breves destacan "Zambo Salvito", la dramática historia de un niño afroboliviano, quien se convierte en un criminal temido y legendario. Luego está la "Historia de la bella Elena" y "El molino quemado"; obras en las cuales los niños son los protagonistas principales, como en “Ellos no tenían zapatos”, que retrata la cruda realidad de los niños trabajadores de El Alto, que bajan a La Paz para ganarse el pan del día lustrando calzados en la calle.

Algunos de sus libros se usan como textos escolares de fácil lectura y conocimiento de la realidad social de los bolivianos. Él mismo, en un diálogo que sostuvo con Ramiro Calasich, explicó cuáles eran sus motivaciones y cuál era el proceso de su producción bibliográfica: “Hay dos formas en las que trabajo: el trabajo de investigación y el de escribir pequeños novelines. El trabajo de investigación lo realizo  lentamente, con decir que mi libro ‘La Chola Boliviana’ ha durado más de veinte años de investigación. Voy reuniendo el material publicado sobre el tema hasta que es más o menos aceptable; luego analizo y organizo fichaje, si veo algunas lagunas, dejo para el siguiente año (…) Después empieza mi propia investigación hasta obtener todo lo que me he propuesto. Mis trabajos son de primera mano, recogidos in situ, directamente del pueblo. Tengo la suerte de ‘chamuscar’ un poco el aymara y el quechua, así que consigo la información en el propio idioma (…) Los novelines reflejan los problemas que capto a través de mis viajes y de mi contacto directo con el pueblo. Los datos se van acumulando, el tema está en mi cabeza durante mucho tiempo, dando vueltas y vueltas. Llega el momento en que se atasca en mi garganta y entonces tengo que escribir, sino me ahogo (…) Todos mis trabajos tienen el mismo sentido: denunciar, mostrar la realidad en que vive el pueblo boliviano…”.

Este entrañable autor, aunque era viejo, tenía el alma de niño por dentro, un niño que jamás dejó de asombrarse ni maravillarse por las luces y las sombres de la vida. No en vano se dice que Antonio Paredes Candia, que tenía siempre la mirada puesta sobre la realidad triste de la niñez desamparada, logró acercarse al mundo de los pequeños lectores con una prosa sencilla pero altamente significativa. En sus cuentos populares, además de leerse historias de cholas y cuentos de curas, se recogen temas de espanto y aparecidos, y otros referentes a los animales como el Atoj Antonio y el Cumpa Conejo, que son dos de los personajes centrales de las fábulas populares.

No es menos conocida su faceta como mentor de la juventud boliviana, con cuya actitud rebelde y altiva se identificó toda su vida. No es casual que en 1990, en el umbral de sus 70 años de edad, le confesó a Lupe Cajías: “Me llevo bien con los jóvenes porque nunca me aferré a lo antiguo, entiendo los cambios sin perder mis principios. Tampoco me hago el joven porque eso sería ser un payaso. Viví el candor de la niñez, la locura y los errores de la juventud. De adulto uno se asienta y en la vejez se vive la serenidad y cierta sabiduría. Tengo ganas y me duele la muela, tengo más frío que antes pero aún tengo fuerzas para andar muchos caminos…”.

Tras su muerte, en homenaje a su gran calidad humana y en reconocimiento a su indiscutible aporte a la cultura nacional, varias instituciones educativas llevan su nombre, como el primer Museo de Arte que él fundó en la ciudad de El Alto, donde dejó su legado intelectual y fue enterrado en presencia de familiares y amigos.

Su obra

Antonio Paredes Candia fue autor prolífico. Escribió más de 113 libros y dejó varios inéditos. Aquí menciono sólo algunos: Tradiciones: Literatura folklórica recogida de la tradición oral boliviana (1950); Literatura folklórica (1953); El folklore en la ciudad de La Paz: dos fiestas populares, el carnaval y la navidad (1957); La danza folklórica en Bolivia (1966); Juegos, juguetes y divertimientos del folklore de Bolivia (1966); Brujerías, tradiciones y leyendas (tomo I, 1969, t. II, 1970, t. III, 1972, t. IV, 1974, t. V, 1979 y t. VI, 1985); Diccionario mitológico de Bolivia. Dioses - Símbolos - Héroes (1972); Las mejores tradiciones y leyendas de Bolivia (1973); Tradiciones de Bolivia (t. I, 1976 y t. II, 1997); Adivinanzas de doble sentido (1976); Fiestas populares de Bolivia (t. I y II, 1976); Refranes, frases y impresiones populares de Bolivia (1976); El apodo en Bolivia (1977); Adivinanzas bolivianas (1977); Las Alasitas (1982); Leyendas de Bolivia (1986); Isolda (La historia de una perrita) (1996); Juegos tradicionales de Bolivia (1998); Folklore y tradición referente al mundo animal (2002); El castigo. Tradición y folklore (2003); Diccionario del saber popular (2 v., 2004). Cuento: El queso de Suttu (1955); El banquete celestial (1955); La mina de Flores (1955); El cántaro de manteca (1955); Los botones de oro (1955); El Willaco (1955); El Chullupia (1955); Cuentos populares bolivianos. De la tradición oral (1973); Cuentos Kjuchis (1978); Cuentos bolivianos para niños (1984); Cuentos de maravillas para niños (1988); Mis cuentos para niños (2004). Novela: Zambo Salvito (1982); Aventuras de dos niños (1986); Ellos no tenían zapatos (1989); Los hijos de la correista (1990); El molino quemado (1993); La bellísima Elena (2003); El muro imilla (2004). Teatro: Selección de teatro boliviano para niños (1969); Teatro boliviano para niños (1987); Teatro de guiñol (2003). Antología: Antología de tradiciones y leyendas de Bolivia (tomo I y II, 1968 y t. III, 1969); Poesía popular boliviana (1981)

martes, 18 de marzo de 2014

PRIMER FORO DE POETAS BOLIVIANOS EN EL ALTO


En el marco de la celebración del Día Mundial de la Poesía que se recuerda el 21 de marzo, el Centro Albor Arte y Cultura desarrollará la décima jornada por los Derechos Humanos y la Poesía, con la realización del Primer Foro de Poetas Bolivianos, declarado por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, (Unesco) en 1999.

El director del Centro Albor de la ciudad de El Alto, Willy Flores, manifestó que en coordinación con el Ministerio de Culturas y Turismo, la Defensoría del Pueblo de El Alto, de los Gobiernos Autónomos Municipales de El Alto y La Paz, y el Museo de Arte Antonio Paredes Candia, se realizarán diferentes actividades literarias, a partir del 19 al 21 de marzo y contará con la participación de destacados poetas bolivianos, como Sergio Gareca, Homero Carvalho, Jaime Nisttahuz, Rosario Aquim y Javier Aruquipa.

En ese sentido se desarrollará el Primer Foro Poético “Encuentro Plurinacional de Poetas”, con renombrados bardos que llegarán desde otras ciudades del país para participar de este importante evento que está dentro del programa Suma Thakhi II (Buen Camino), un emprendimiento de Albor y la cooperación logística de la organización sueca Slavorna.

Flores acotó que se pretende reunir en este foro a varios poetas bolivianos a fin de conocer más respecto a su trayectoria, experiencias, y el rol que desempeña en la sociedad boliviana.

“El objetivo de estas jornadas es integrar a niños y jóvenes en el arte poético para que la población pueda alimentar su espíritu poético. La poesía es un arte que vive y crece con nosotros”, dijo Flores.

PROGRAMA

El miércoles 19 se efectuará el Coloquio sobre los Derechos Humanos y Valores Culturales, en el Museo Antonio Paredes Candia, al que está prevista la asistencia de Humberto Quino, Clemente Mamani, Rosario Aquim y Javier Aruquipa

El jueves 20 se llevará a cabo la Feria Educativa y Artística en la plaza Libertad en la ciudad de El Alto, en la que participarán estudiantes de 20 colegios de esa urbe, con la presentación de murales informativos, lectura de poemas y declamación; además de la participación de instituciones activistas de Derechos Humanos y Derechos Sexuales. Esta feria se iniciará a las 09.00.

Por la noche, desde las 19.00 horas, en el Teatro Municipal Raúl Salmón de la Barra, se desarrollará el Recital poético, con la participación de elencos del Centro Albor, de la Academia de Interpretación y Expresión Oral “Ignacio Duchén de Córdova”, Academia Bolivia, y del Pregonero del Ande, Carlos Silva.

Finalmente, el viernes 21, en el Patio del Ministerio de Culturas y Turismo, se realizará el Primero Foro Poético – Encuentro Plurinacional de Poetas, con la participación de destacados bardos del país. Entre los invitados están de Oruro, Sergio Gareca; de Cochabamba, Víctor Salvador; de Santa Cruz Homero Carvalho, y de La Paz, Humberto Quino, Jaime Nisttahuz y Rosario Aquim. Comenzará a las 09.00 horas.

A las 7 de la noche, se llevará a cabo el Coloquio titulado “Por el derecho al placer y la poesía”, referido a los Derechos Humanos desde la dimensión sexual, al que asistirán poetas de movimientos heterosexuales y de la Organización GLBT (gays, lesbianas, bisexuales y travestis).

Con estas jornadas por los Derechos Humanos y Derechos Sexuales se celebrará el Día Mundial de la Poesía, rindiendo un homenaje a todas aquellas personas que sólo con la palabra intentan mejorar el mundo.
MONTOYA RECONOCIDO POR SEGUNDA VEZ EN LLALLAGUA


El pasado viernes 14 de marzo, en el Salón Mauricio Lefebvre, se presentó el libro “Conversaciones con el Tío de Potosí”, ante una nutrida concurrencia de autoridades y público en general. En el mismo acto se efectuó la instalación e inauguración del Juzgado de Instrucción Mixta y Cautelar No. 3 en la ciudad de Llallagua, donde hicieron uso de la palabra varias autoridades locales y departamentales; el Magistrado del Tribunal Supremo de Justicia Pastor Segundo Mamani, el Alcalde de Potosí René Joaquino y el Alcalde de Llallagua Tomás Quiroz.

El escritor Víctor Montoya, en su extensa elocución, se refirió al contenido de su libro “Conversaciones con el Tío de Potosí”, no sin antes agradecer a las personas que hicieron posible su publicación. En su efusiva intervención, que arrancó aplausos en el auditorio, recordó sus años como dirigente estudiantil en el Colegio 1ro. de Mayo y las luchas sociales libradas por los trabajadores mineros contra las dictaduras militares.

Asimismo, el escritor boliviano fue distinguido por segunda vez consecutiva por el Honorable Concejo Municipal. En el acta, estampada en el diploma, se destaca: “Es justo testimonio en el marco de la equidad y la justicia el reconocimiento a personas e instituciones notables, que de manera desinteresada dejan huellas en nuestro Municipio, consolidando nuevos lazos de amistad. De acuerdo al Capítulo IV, art. 7 del Reglamento de Honores y Condecoraciones del H. Concejo Municipal, se reconoce a los ciudadanos llallagueños que hayan destacado por sus eminentes servicios en orden profesional, cultural o social prestado a favor de nuestro Municipio de Llallagua como en el presente caso.

Por lo tanto, el H. Concejo Municipal de Llallagua, en uso a sus específicas atribuciones que le confiere la Constitución Política del Estado, Ley de Gobiernos Autónomos Municipales y de consenso mutuo del pleno del Concejo Municipal de nuestra comuna, resuelve:

Art. 1ro.: CONDECÓRESE AL Lic. Víctor Montoya, como ‘CIUDADANO NOTABLE’ DEL MUNICIPIO DE LLALLAGUA, por su valioso aporte como escritor (…), y cuyo nombre debe ocupar un sitial importante entre las personas Destacadas de Nuestra Región Minera”.

Por el H. Concejo Municipal del Gobierno Autónomo Municipal, firman la Distinción Especial: Sr. Isaac Rodríguez Valverde, H. Presidente del Concejo Municipal, Arminda Mamani Colque, H. Concejal Secretaria, y Tomás Quiroz, H. Alcalde Municipal de Llallagua.

lunes, 17 de marzo de 2014

UN APARAPITA PARA LA PACHAMAMA


Por: Víctor Montoya

El aparapita* era un hombre taciturno y estaba casi siempre callado, como si escondiera un insondable secreto en el fondo de su alma. No tenía familia ni hogar, por eso dormía donde le pillaba la noche, después de haber bebido hasta no poder más.

Su aspecto era como la de cualquier otro aparapita; tenía el rostro sucio y lleno de cicatrices, el pelo desgreñado y una rala barba en la perilla; su indumentaria, confeccionada con todo tipo de materiales remendados con hilo, cordel, lana, cable eléctrico, cordón de zapatos o tiras de cuero, parecía curtida por la mugre, la grasa y el polvo; sus zapatos, envejecidos de tanto bajar y subir por las calles de la ciudad, apenas tenían suela y estaban remachados a la altura del empeine con alambres y ganchos.

Sus únicos bienes, con los que se acostaba y despertaba todos los días, eran un saquillo de yute, una soga de cinco metros y una bolsa nylon para cubrirse de la lluvia. Por las mañanas, su ración hasta el mediodía era una cuarta libra de coca y una botellita de alcohol puro, que él se lo metía entre pecho y espalda antes de irse a la feria popular de la Ceja, donde llegaban los camiones para descargarlos y donde pululaban los comerciantes que, una vez que compraban a buen precio los productos agrícolas de los mayoristas, pedían a los aparapitas cargar sus enormes y pesados bultos sobre la espalda, olvidándose que son seres de carne y hueso, así se ganen el plato de comida como si fuesen bestias de carga.
El aparapita se paró en una esquina, a la espera de que alguien lo abordara y le pidiera cargar sus bultos. No pasó mucho tiempo, hasta que una chola de mediana edad, vestida con ropa elegante y forrada con joyas de fina orfebrería, se le acercó por el flanco y, enseñándole una sonrisa salpicad en oro, le preguntó:
–¿Quieres ganarte unos pesos?
–Sí, señora –contestó en voz baja, casi inaudible.
–Entonces llévamelo aquel bulto –le dijo, señalándole el lugar donde estaba un gangocho lleno de papas y cereales.
–Sí señora –repuso él, sin despegar la mirada del suelo.
Al cabo de un rato, ajustó la soga alrededor del gangocho, se sentó en el suelo, ciñó la carga contra su espalda y anudó los cabos de la soga a la altura de su pecho. Aspiró a pulmón lleno, se apoyó sobre una mano y, dejando escapar un “¡Uf!” por la boca, se levantó con el rostro fruncido por el esfuerzo.  
–Por aquí –dijo la señora, indicándole el camino.
Él se limpió el hilo de coca que le corría por la comisura de los labios y se puso en marcha siguiendo los pasos de la señora. A ratos, bajo el enorme peso de la carga, parecía hacer equilibrios para evitar los desniveles de la acera, ya que un traspié podía traerle consecuencias graves, como lesionarse la columna o desgarrarse el tendón de Aquiles.
El aparapita sabía que lo importante era inclinar el tronco hacia adelante, lo demás dependía de su fortaleza física y de las mañas que aprendió durante los años que trabajó como cargador en los mercados Rodríguez, Yungas, Lanza, Camacho y El Tejar, donde, a cambio de unas miserables monedas, cargaba saquillos quintaleros con productos agrícolas llegados de Los Yungas y del Chapare. No faltaban los días en los cuales tenía que caminar veinte cuadras de subidas y bajadas, llevando a cuestas varias sillas a la vez, mesas, camas, roperos y hasta refrigeradores, con un peso que no soportaría ni el lomo de una mula. Lo peor es que al final, se negaban a pagarle lo justo. Y si él les ponía el precio, corría el riesgo de que le echen en cara una sarta de insultos o, simple y llanamente, le griten: “¡Cómo pues tan caro, ni que fueras pues auto, indio de mierda!”.
Cuando el aparapita llegó a la casa de la señora, tras haber caminado varias cuadras con el bulto sobre la espalda, lo primero que le llamó la atención fueron los lujosos muebles que ornamentaban la antesala y las zanjas que se veían a través de la ventana en el extenso terreno del patio.
El aparapita se puso de cuclillas, asentó la base del gangocho en el piso, desató los cabos de la soga y se incorporó con los músculos adoloridos en la espalda, brazos y hombros.
La señora se quitó el sombrero y la manta, le hizo pasar a la cocina y le ofreció los restos de comida que tenía en el refrigerador.
El aparapita actuó confundido por el trato amable que le dispensaba la señora, pues jamás nadie le había invitado a pasar a su concina y mucho menos para invitarle un plato de comida, así fuera del día anterior.
–Sírvete nomás –le dijo con una sonrisa que dejaba entrever su dentadura salpicada de oro.
El aparapita comió en silencio, como si el “k’oñichi” fuera un delicioso manjar. La señora sacó un vaso de cristal de la vitrina y lo llenó con un poco de singani y otro poco de limonada.
–Aquí tienes, sírvete nomás –le dijo, alcanzándole el vaso.
Él cogió el vaso y, sin respirar ni gesticular, se lo vació de un solo trago.
Al poco rato, mientras se servía el segundo vaso, entró en la cocina el marido de la señora; un hombre trajeado como los abogados, de contextura robusta, cara mofletuda, nariz purulenta, cabellera hirsuta y piel oscura.
–¿Cómo te fue en la feria? –le preguntó a la señora, con un tono de mando.
–Muy bien –repuso ella, y añadió–: Ya tenemos todo listo para la “ch’alla” de mañana.
–¡Ajá! –dijo el hombre, se volvió y salió de la cocina.
La señora llenó otra vez el vaso y el aparapita empezó a sentir los efectos del alcohol, hasta que, olvidándose de todo y todos, se quedó dormido en la silla, con la cabeza caída sobre el pecho y los brazos cruzados sobre la mesa.
Ese fue el momento en que los dueños de casa aprovecharon para hablar sobre la “ch’alla” del día siguiente. Entraron en el dormitorio, la señora se sentó en el filo de la cama y dijo:
–Mañana, muy tempranito, vendrá el “yatiri” peruano para “ch’allar” la nueva construcción. Ya le pagué por adelantado.

–Está bien –dijo el hombre que permanecía de pie, cerca del dintel de la puerta.

–Quiero que esta vez, además de tributarle a la Pachamama alimentos, bebidas, hojas de coca, alcohol y otros, sacrifiquemos también a un ser vivo.

–¿Cómo así? ¿Te refieres a sacrificar una llama, un cordero o un perro de la calle?

–No seas zonzo –reprochó ella, meneando la cabeza y frunciendo el ceño–. Como ahora la construcción del nuevo edificio nos saldrá más costosa, lo mejor será sacrificar una vida humana en honor de la Pachamama, para que ella se quede satisfecha y a nosotros nos vaya bien en todo.

–¿Y en qué vida humana estás pensando? –preguntó el hombre–. No me dirás que en el aparapita...

–Y en quién más pues, zonzo –contestó la mujer, como si ya todo lo tuviera planificado–. En vez de que se muera como un perro en la calle y un carro basurero lo tire en algún terreno baldío, lo mejor será dárselo a la Pachamama.

–Tienes razón –corroboró el hombre–. Su cuerpo sacrificado, junto con la coca y el alcohol, será bien recibido por la Pachamama. Peor sería que el aparapita se muriera después de ir a uno de esos antros clandestinos, donde algunos deciden acabar con su vida por voluntad propia. Dicen que se hacen encerrar en un cuarto, con la puerta asegurada con candados y cadenas por afuera, con varios litros de alcohol puro, que ellos toman hasta morir y terminar con el cuerpo tirado en la calle.

–Así es, pues –dijo la señora–.Los aparapitas, que beben y beben de manera autodestructiva, como si quisieran arrancarse el alma del cuerpo, son hijos de nadie y basuras de la ciudad. Nadie sabe quiénes son ni de dónde vienen. Aparecen y desaparecen de la ciudad sin dejar rastro alguno. Nadie reclama ni siente pena por ellos. Por todo eso, no está mal que a este aparapita le demos como ofrenda a la Pachamama. Él mismo, algún día, nos lo agradecerá desde el más allá. ¿Qué te parece?

–¡Me parece bien! –repuso el hombre, a tiempo de aflojar el nudo de su corbata–. Entonces mañana lo sacrificaremos después de “ch’allar” la nueva construcción, pero esto quedará como un secreto sólo entre nosotros y los albañiles...

Al día siguiente, cuando el “yatiri” peruano y los albañiles ingresaron al patio, donde debía celebrarse la “ch’alla” de la nueva construcción, el aparapita fue despertado por las voces, se levantó de la silla y, desconcertado por no saber qué hora era ni dónde estaba, se dispuso a marcharse de inmediato, pero los dueños de casa le dijeron que se quedara un ratito más, porque le tenían preparado un suculento “fidius uchu”. El aparapita volvió a sentarse, comió el “fidius uchu” relamiéndose los dedos y se sirvió otro vaso de singani con limonada que, en lugar de mitigarle su “ch’akiy”, le subió otra vez a la cabeza.

El aparapita, a poco de chispearse y perder la cordura, pidió más singani para beber. Los dueños de casa aprovecharon el pedido para preparar un “trencito” en una bandeja de plata, con ocho copas que contenían una variedad de bebidas alcohólicas, unas más fuertes que otras. El aparapita vació las copas con la ansiedad de un beduino en el desierto, hasta que perdió el conocimiento y se quedó dormido en un rincón de la antesala, encima de un camastro preparado con cueros de ovejas.  

El “yatiri” peruano, un hombre que tenía la facultad de leer el destino de los hombres en las hojas de la coca, preparó todo lo necesario para iniciar el ritual mágico-religioso de la “ch’alla”, rodeado por los dueños de casa y los albañiles que, sentados sobre unos ladrillos apilados, estaban listos para seguirle al “yatiri” en la ceremonia, que los conquistadores quisieron extirpar de la tradición andina por considerarla diabólica, sin considerar que el “yatiri”, además de  mantener el equilibrio entre lo conocido y lo desconocido, entre lo palpable y lo impalpable, es una suerte de médium en la cosmogonía andina; conocedor de la naturaleza, la vida y la muerte.

El “yatiri”, portador de las creencias y la sabiduría ancestral, que se conservan en la memoria colectiva y se trasmiten por medio de la tradición oral, distribuyó un puñado de hojas de coca a cada uno, para empezar con el “akullico”, a manera de integración e intercambio entre los presentes en la ceremonia.

No dejó pasar mucho tiempo y se acomodó  en su lugar para predecir el futuro del edificio mediante la lectura de la coca. Las hojas fueron lanzadas al aire una a una y una a una cayeron sobre el “tari”. El yatiri leyó el mensaje y dijo:

–Les irá bien en la construcción y el edificio les dará muchos beneficios–. Luego miró la hoja que cayó a un costado, la señaló con el dedo índice y añadió–: Esta hoja me dice que una persona vivirá como condenada en el edificio…

Todos se miraron a los ojos, en silencio, y nadie dijo nada.

Pasado un tiempo, el “yatiri”, como atrapado en un estado de trance, cerró los ojos, levantó las manos y rogó al “jach'a ajayu”, y a las deidades que habitan en las casas y velan por el bienestar de la familia, proteger a los albañiles durante el proceso de la construcción del edificio. Asimismo, pidió que atraigan sobre sus dueños toda clase de bienes y venturas materiales y espirituales, alejándolos de los maleficios de los “layqas”.

Después, como parte central de la ceremonia, preparó la mesa blanca, con bebidas y comidas, que debían ser compartidas, en reciprocidad y gratitud, con las divinidades andinas, lo mismo que la quema de la “k'oa”, que se consumía poco a poco en el fuego, echando un humo denso y colorido. En palabras del “yatiri”, el humo de la “k'oa”, integrada por “sullus”, sangre, hierbas aromáticas, confites y otras esencias, debía llegar hasta los seres tutelares, quienes lo recibirían para aplacar su sed y su hambre.

Durante la “ch’alla” de la nueva construcción, los presentes se sirvieron chicha, cerveza y aguardiente, no sin antes rociar algunas gotas en el suelo, congraciándose con la Pachamama, los “achachilas” y los “apus”.

Antes de que la “k’oa” dejara de arder, los albañiles se levantaron y vertieron chicha, vino de “ch’alla” y alcohol blanco en las esquinas de las zanjas, donde estarían las zapatas y los pilares del nuevo edificio. Los dueños de casa, por su parte, arrojaron serpentinas y confites sobre las herramientas y los materiales de construcción.

Al final, los oferentes, convencidos de que sólo quien da puede recibir, brindaron con cerveza y chicha, mientras se servían un asado de chancho, con “llajwa”, mote y papas blancas.

Pasado el mediodía, la “ch’alla” estaba concluida. El “yatiri” peruano se colgó su “wallqepu” al hombro, se despidió de los presentes y, tras sorber la última copa de chicha, se fue por donde vino….

Esa misma tarde, los albañiles se pusieron manos a la obra, encendieron la maquina mezcladora, en cuyo interior vaciaron los sacos de cemento y, simultáneamente, vertieron la suficiente cantidad de agua y arena. Luego procedieron a la elaboración del mezclado, con el fin de alcanzar un resultado homogéneo de todos los componentes, listo para vaciar el cimiento del edificio.

Mientras esto sucedía en el patio, los dueños de casa se dieron a la tarea de despojarle al aparapita de sus ropas andrajosas, para posteriormente vestirlo con un traje nuevo de bayeta de tierra, camisa de cuello almidonado, corbata con estampas floridas, cinturón de cuero y zapatos de industria italiana; es más, le lavaron la cara, le afeitaron y le peinaron antes de ponerle el sombrero petitero.

El aparapita estaba tan borracho, que no se dio cuenta de nada. No despertó ni siquiera cuando los albañiles y los dueños de casa le sacaron al guanto hasta el patio, donde lo dejaron dormir otro rato, de espaldas y con la cara hacia el sol.

Cuando la mezcla tomó la consistencia necesaria, ésta fue transportada en carretilla hasta uno de los ángulos de noventa grados de la zanja, donde metieron el cuerpo del aparapita, doblado en dos, en una profundidad de aproximadamente un metro y medio de excavación y justo allí donde quedaría empotrada la primera zapata del edificio.

A las pocas horas de haberse realizado el vaciado, junto con las piedras de diferentes tamaños que arrojaron en la zanja, el cemento amasado fraguó con el calor del sol, endureciéndose como un material de consistencia pétrea.

El aparapita, que fue enterrado vivo, no dejó huellas de su existencia, desapareció entre piedras, arena y cemento, como una zapata anclada en el terreno y como si su cuerpo hubiese estado destinado a sostener el peso de la estructura del edificio que, según los presagios del “yatiri”, no se vendría abajo como un castillo de naipes, así fuese embestido por un huracán o sacudido por un terremoto, porque los dioses tutelares del mundo andino quedaron satisfechos con la “ch’alla” y la “k’oa”.

Los albañiles continuaron con la construcción, levantando pilares de cemento y paredes de ladrillos, hasta que, unos meses más tarde, conforme al contrato firmado con los dueños de casa, la obra gruesa y fina estaban terminadas, pero los albañiles, conscientes de que el edificio no sólo era para demostrar el poder económico de los dueños, sino también para que éstos se distingan entre los vecinos, remataron su trabajo con la construcción de un chalet de lujo en la planta alta, donde los dueños de casa “ch’allaron” en grande, con jarana y banda de músicos incluidas, como si la Pachamama estuviese también en la terraza del lujoso edificio.

La fusión de estilos y de materiales tanto nativos como importados, hicieron que el edificio sea el más llamativo de El Alto. En la fachada se emplearon elementos exclusivos, como vidrios polarizados, techos americanos, balcones de estilo barroco y suntuosas decoraciones hechas con colores vivos, piedra laja y mármol alabastrino. Sus caprichosos diseños, que parecían arrancados de los cuadros cubistas y surrealistas, llamaron la atención de los curiosos y se convirtieron en la envidia de los constructores poco acostumbrados a la arquitectura “chola” de la ciudad de El Alto.
En las primeras plantas del edificio, por su tamaño y decorado, se instaló un supermercado y una sala de fiestas, que los dueños alquilaban para la celebración de matrimonios, bautismos, cumpleaños, promociones y, sobre todo, para escurrirles su dinero a los pasantes de las fiestas patronales habidas y por haber. Al fin y al cabo, la costosa construcción de la obra debía retribuirles beneficios y ganancias.
Lo extraño es que, desde el día en que los albañiles entregaron el edificio, las personas que estaban solas en su interior, sea de día o sea de noche, escuchaban pasos sobre los azulejos de los corredores y el eco de un lamento que parecía arrastrarse desde el más allá. Algunos incluso vieron el espectro de un hombre elegantemente vestido, con traje, sombrero y corbata, que abría y cerraba las puertas y ventas de los cuartos.
Los dueños de casa, que escucharon hablar sobre este fenómeno desde que se inauguró el supermercado y la sala de fiestas, estaban convencidos de que se trataba del alma en pena del aparapita, quien abría las puertas y ventanas, con la intención de huir del edificio, aunque no se atrevía por el temor a retornar a su vida anterior, que le deparó más penas que alegrías. Tal vez por eso prefería estar condenado dentro del edificio, que volver a la intemperie como un perro sin dueño.
Así es como el aparapita, que todavía aparece y desaparece misteriosamente ante los ojos de la gente, sigue dando mucho que hablar entre los habitantes de la urbe alteña, donde todos sospechan que los dueños de casa lo sacrificaron en honor a la Pachamama, motivados por la creencia de que un edificio de gran envergadura exige el sacrificio de una vida humano para tener un cimiento que resista el peso de la estructura y no se desmorone con el paso de los años.
Glosario
Achachila: Deidad tutelar en la cosmovisión quechua y aymara. Espíritu guardián de un sitio.
Akullico: Boleo con hojas de coca para extraer su jugo estimulante.

Aparapita: Cargador en las ferias o mercados de La Paz.
Apu: Ser sobrenatural andino a quien se paga con diferentes ofrendas.

Ch’akiy: Sed, resaca.

Ch’allar: Brindar. Ceremonia de ofrenda o sacrificio a los dioses de la cosmovisión andina. Celebrar un acontecimiento con coca, cigarrillos y alcohol.

Chola: Mujer mestiza, descendiente de blanco e india o de indio y blanca. Todo lo referente al mestizaje.
Fidius uchu: Ají de fideos.
Jach'a ajayu: Espíritu mayor.
K’oa: Sahumerio. Incienso que se quema en un ritual en honor a la Pachamama. El humo tiene la cualidad de llegar hacia los seres tutelares de la cosmogonía andina.
K’oñichi: Comida guardada y recalentada.
Layqa: Hechicero, brujo, encantador.
Llajwa: Salsa de locoto, tomate, aceite y hierbas aromáticas.

Pachamama: Madre Tierra, divinidad andina.
Sullu: Feto de animales, especialmente de llama.
Tari: Pequeño tejido de lana. Sirve para guardar la coca. El yatiri lo usa para pijchar y leer las hojas de la coca.
Yatiri: Sabio, sacerdote, curandero y consejero de la comunidad andina. Posee dotes excepcionales y domina varias artes, como la adivinación mediante las hojas de coca y el tratamiento de enfermedades con medicinas tradicionales. El yatiri es el único que puede mantener contacto con todos los niveles de la cosmovisión andina.

Wallqipu: Pequeña bolsa de lana usada por los hombres para llevar coca, cigarrillos, lejía y otros enseres relacionados con el oficio del yatiri.

miércoles, 12 de marzo de 2014

MONTOYA PRESENTARÁ SU LIBRO EN LLALLAGUA


El libro “Conversaciones con el Tío de Potosí”, editado en noviembre de 2013 por el Gobierno Autónomo Municipal de Potosí, será presentado este viernes 14 de marzo, a las 10:00 Hrs., en el Salón Mauricio Lefebvre de la población de Llallagua, con la asistencia de autoridades del ámbito político y cultural del departamento.

Las palabras centrales estarán a cargo del autor del libro y del Magistrado de la Corte Suprema de Justicia, Dr. Pastor Segundo Mamani, quien, además de haber escrito el prólogo, es uno de los principales impulsores del evento.

“Conversaciones con el Tío de Potosí” reúne treinta relatos en los cuales se abordan, con irreverencia, fino sentido del humor y destreza narrativa, diversos temas inherentes a la condición humana y al sincretismo pagano-religioso vigente en la cultura boliviana.

El Tío de la mina, en la obra de Víctor Montoya, se convierte en un excelente personaje literario, debido a que permite poner de relieve el realismo fantástico existente en los mitos, cuentos y leyendas que abundan en la tradición oral de las poblaciones andinas y, sobre todo, en los centros mineros, donde se lo venera y rinde pleitesía, ofrendándole coca, cigarrillos y aguardiente a través de las ch’allas, las wilanchas y otros ritos ancestrales.

“Conversaciones con el Tío de Potosí”, en palabras del autor, es una obra que ha sido escrita para rescatar las tradiciones de las culturas originarias, las consejas mineras y enriquecer el acervo cultural de este departamento, donde murieron millares de mitayos y mineros desde la fundación de la Villa Imperial, hoy declarado Patrimonio de la Humanidad.

Víctor Montoya vivió en la población de Llallagua desde su infancia. Estudió la primaria en la Escuela Jaime Mendoza y la secundaria en el Colegio 1ro. de Mayo. Compartió las luchas de los trabajadores mineros hasta 1976; año en que fue apresado y posteriormente exiliado por la entonces dictadura militar.

La temática minera es una de las columnas más sólidas de su extensa producción literaria y el Tío (dios y diablo de la mitología minera) es uno de los protagonistas centrales en “El laberinto del pecado”, “Cuentos de la mina” y “Conversaciones con el Tío de Potosí”.  

martes, 11 de marzo de 2014

FILARMÓNICA DE EL ALTO DARÁ RECITALES DIDÁCTICOS


Proyecto. Se abrirán escuelas musicales en las ciudades de Cochabamba, El Alto y La Paz.

Por turnos, los músicos de la Orquesta Filarmónica de El Alto tocan compases de la morenada Brujita mientras su director, Fredy Céspedes, explica la función de cada artista, como un anticipo a los conciertos didácticos que el grupo dará este año.

“Aunque la gente aplaude la ejecución de una obra, generalmente desconoce las peculiaridades de la misma y la historia de su autor. Nuestro objetivo es cambiar eso y, de esta forma, incrementar el interés del público”, expresó Céspedes durante la presentación del ciclo Sembrando Música 2014.

En un acto organizado en el patio del Ministerio de Culturas, el director y parte de su elenco ofrecieron una demostración de los recitales a presentarse a partir de la última semana de marzo.

Antes de la ejecución, Céspedes hablará sobre los instrumentos que se tocarán, su historia y las características que tienen las distintas variedades existentes.

Asimismo se expondrá sobre el autor de las obras elegidas, su biografía y su importancia. Cada recital estará integrado por obras de música clásica universal, piezas folklóricas nacionales y por música contemporánea popular.

Céspedes tiene planificadas al menos 30 presentaciones en las ciudades de El Alto, La Paz, Cochabamba, Oruro y Santa Cruz. El ciclo también incluirá locaciones como el Fuerte de Samaipata e, incluso, en otros países: el elenco fue invitado a actuar en Perú.

El proyecto también incluye la  inauguración este año de tres escuelas musicales. Los centros, que iniciarán clases en abril, se encuentran en El Alto, en la iglesia Corazón de Jesús de Villa Dolores; en La Paz, en el Museo San Francisco; y en Cochabamba, en el hogar Cristo Rey.

Céspedes reveló que ya se tiene 300 niños inscritos, además de los alumnos que trabajaron desde el año pasado. Las clases en estos centros serán gratuitas, ya que se cuenta con el apoyo de varias instituciones, entre ellas el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), Cosude, el Ministerio de Culturas, la Alcaldía paceña, el Museo Nacional de Arte, entre otros.

El director destacó que en los 12 años de existencia de la orquesta se produjo un cambio en el interés de El Alto. Como prueba mencionó que hace una década los instrumentos se adquirían solamente en la sede de gobierno, pero ahora se abrieron al menos cuatro casas importadoras en la  urbe alteña. Carrera Centros. Los nuevos alumnos pasarán clases en El Alto. Los antiguos serán derivados a San Francisco.

Fredy Céspedes  Rodríguez nació en 1939. Fundó la Orquesta Filarmónica de El Alto en 2000. La Orquesta Filarmónica de El Alto está integrada por 40 músicos jóvenes de entre 10 y 23 años de edad.

Fuente: La Razón, Jorge Soruco, 11/ 03/ 2014