23 DE ABRIL, DÍA MUNDIAL DEL LIBRO
Por: Víctor Montoya
En el Día Mundial del
Libro y del Derecho de Autor, que se celebra cada 23 de abril desde 1996, los
responsables del Ministerio de Cultura dirán que los libros son las armas
contra la ignorancia y la incultura, así se viva todavía en un país donde el
libro es un artículo de lujo y el derecho de autor un mero enunciado lírico,
sobre todo, si se piensa que el escritor no vive del fruto de su trabajo
intelectual ni cuenta con el respaldo económico de las instituciones culturales
del Estado.
Los actos oficiales, que
reunirán a editores, escritores, libreros y lectores, servirán no sólo para
reflexionar acerca de la importancia y el valor del libro, como fuente de
conocimiento, cultura y entretenimiento -a pesar de la irrupción de Internet y
otros medios audiovisuales modernos-, sino también para poner de relieve este
maravilloso objeto, cuya textura es una suerte de cofre literario en el cual se
guarda la memoria personal y colectiva, con todos sus atributos hechos de
realidad y fantasía.
A estas alturas de la
historia, cuando todas las sociedades están inundadas de libros, es difícil
imaginar que primero fue la palabra, y la palabra fue Dios, ya que el torrente
de publicaciones parece indicar que su inicio no está en la creación del mundo,
sino en un cataclismo intelectual más espectacular que el mito de Babel, donde
el lenguaje de los hombres fue confundido por castigo divino.
Breve historia del libro
Estoy casi seguro que
usted, como cualquier otro lector interesado por el libro, se ha preguntado
alguna vez cómo surgió este objeto que cobija en sus páginas todo el saber
humano. Si me lo permite, y sin mayores pretensiones de erudición, intentaré
acercarle a esta historia apasionante, gracias a una Enciclopedia y un manojo
de libros sobre libros.
Ya se sabe que los
hombres primitivos no conocían la escritura. Su lenguaje era únicamente oral y
se expresaban por medio de dibujos simples. La primera forma de escritura, que
data de hace unos 5.500 años, estaba compuesta de imágenes; cada imagen
representaba un objeto o un pensamiento. Pero la escritura con imágenes era
complicada, requería de demasiados signos para ser entendida y su aprendizaje
tomaba muchísimo tiempo. De modo que los escribanos, conscientes de que en todo
idioma existen palabras que no pueden representarse con dibujos, se vieron
obligados a inventar los signos gráficos (grafemas) para poder representar las
cosas y las ideas.
Los sumerios, que
vivieron en Irán e Irak, crearon la escritura cuneiforme a fines del IV
milenio, mientras los egipcios, mucho después, desarrollaron los jeroglíficos.
Así se llegó al alfabeto o abecedario que fue usado por primera vez por los fenicios
y luego por los griegos y romanos. El antiguo alfabeto, en el cual cada letra
representaba a un sonido, estaba compuesto sólo de consonantes, hasta que los
griegos le agregaron las vocales.
¿Cómo se originó el
primer libro? Muchas son las opiniones que se han vertido con relación al
origen del primer libro, sin que se haya llegado, hasta la fecha, a su exacto
conocimiento. Sin embargo, ya sabemos que los dibujos y los signos se grababan
con punzones sobre arcilla cocida al horno, que una vez unidas entre sí,
análogamente a las hojas de los libros modernos, se conservaban frecuentemente
en los templos y en las bibliotecas de los palacios, como en la del rey asirio
Asurbanipal (627-669 a. de JC), donde un arqueólogo francés, tras excavar las
ruinas palaciegas en la ciudad de Nínive, aparte de dar con los restos de la
biblioteca más antigua del mundo, halló mapas hechos en arcilla cocida, que
conservaban una escritura cuneiforme.
Más tarde, los habitantes
del valle del Nilo, en Egipto, empezaron a escribir los signos gráficos sobre
papiro; un material que obtenían de los tallos de una planta, que se cortaba y
unía con adhesivos y otras sustancias, formando una pasta que se prensaba y
secaba. Seguidamente se cortaban los trozos parecidos a las hojas del papel
actual, o bien, se formaban largas tiras que se arrollaban en forma de cilindros.
En un principio, las tiras de papiro sólo estaban escritas por una cara. Al
extremo de dichas tiras, se ponía un bastón llamado “umbilicus” en el cual se
arrollaba el papiro formando rollos o libros llamados “volumen” por los
romanos. Asimismo, en la época de Alejandro Magno, el uso del papiro en la
escritura fue universal, hasta que desapareció por completo en el siglo XI.
Con el transcurso del
tiempo, se empezó a escribir sobre pergaminos, que eran pieles de ovejas,
corderos, terneros, etc., preparados especialmente para escribir sobre ellos.
El pergamino sustituyó al papiro poco antes de la era cristiana. Los
pergaminos, a diferencia de los papiros, iban escritos por ambas caras y, una
vez cosidos unos con otros, formaban una especie de libros de cuero llamados
“códices”. Otras veces se unían formando tiras que se arrollaban alrededor de
un cilindro de madera. Según los expertos, la escritura sobre pergamino
apareció gracias a Atalo I, rey de Pérgamo, fundador de la biblioteca que lleva
este nombre, entrando así el libro en su plena apogeo; primero, porque se podía
escribir el pergamino por las dos caras y, segundo, porque se introdujo el uso
de plegarlos, hasta llegar a la obtención del papel en el siglo XIII de nuestra
Era.
En la Edad Media (desde
el siglo IV en adelante), los monjes empezaron a hacer libros usando el papel
que habían inventado los chinos, cuya fabricación y uso fueron introducidos en
Europa por medio de los árabes. Los libros de la época estaban elaborados con
cáñamo y lino, después siguió fabricándose con algodón, trapos viejos, hasta
que se llegó a usar diversos materiales. Antes de la invención de la imprenta,
era muy difícil confeccionar un libro, ya que había que hacerlos uno a uno y
escribir todo a mano. Por eso había muy pocos libros y sólo se podían encontrar
en los monasterios, donde existían talleres para escribirlos y empastarlos.
Por otra parte, debido al
rudimentario sistema de elaboración, era costoso adquirir una obra importante,
por cuya causa sólo se prestaban los libros con muchas garantías de seguridad,
y se adquirían en forma parecida a la que se obtenía la propiedad de una casa o
heredad, o sea mediante escritura pública. De ahí que los libros anteriores a
la imprenta de Gutenberg, que se imprimían a mano con planchas xilográficas
(imágenes grabadas en madera) y las tipográficas en caracteres móviles,
constituyen los llamados “libros incunables”, que todavía hoy se venden y se
compran a precios elevados.
Después apareció la
imprenta, que en principio era una máquina imperfecta, pero capaz de imprimir
lentamente muchas copias sobre el papel. Y, aunque el invento de la imprenta
moderna se le atribuye a Johannes G. Gutenberg (Alemania, 1394-1468), se
especula que ésta existió mucho antes de su nacimiento. Empero, a pesar del
enorme caudal de libros que se han publicado acerca del invento de la imprenta
y sus iniciadores, se sabe que Gutenberg, asociado con Johann Fust, publicó la
Biblia latina a dos columnas, en 1455, y perfeccionó en Estrasburgo el proceso
de impresión con tipografía móvil, dándole a la imprenta un desarrollo
considerable, hasta llegar a la prensa de rodillo. Actualmente se usan las
rotativas, que consiguen imprimir grandes rollos de papel en muy poco tiempo.
Luego se cortan en hojas, se encuadernan y resultan los libros, que se
distribuyen por millares en los más diversos idiomas y países.
La evolución del arte de
imprimir hizo que la humanidad pueda conservar y difundir sus conocimientos a
través de las páginas impresas de los libros, convertidos en objetos
indispensables en la vida cultural de los pueblos civilizados, debido a que son
instrumentos esenciales del quehacer intelectual y porque en ellos está
comprimido todo el conocimiento humano.
La importancia cultural del libro
El libro, lejos de ser un
simple depósito de palabras, es el reflejo de un país cuyas raíces están
insertas en una tradición cultural determinada. Por eso mismo, la celebración
del Día Mundial del Libro es una excelente ocasión para reflexionar sobre el
invalorable aporte del libro al patrimonio cultural de una nación que, para ser
considerada como tal, necesita de una literatura que dé testimonio de su
existencia en medio de la diversidad lingüística y cultural.
No es casual que el ex
Director General de la Unesco, Sr. Koïchiro Matsuura, dijera en su mensaje: “El
libro constituye un medio privilegiado para conocer los valores, los saberes,
el sentido estético y el imaginario de la humanidad. Es un vector de creación,
información y educación, en el que cada cultura puede imprimir sus rasgos
esenciales y, al mismo tiempo, leer la identidad de otras. Ventana a la
diversidad cultural y puente entre civilizaciones, el libro, más allá del
tiempo y del espacio, es a la vez fuente de diálogo, instrumento de intercambio
y semilla de desarrollo”.
La celebración del Día Mundial del Libro y del
Derecho de Autor tiene, además del gustito en sí, la intención de recordarles a
los gobernantes y gobernados que, a pesar del galopante desarrollo de la
cibernética y las ediciones digitales, el libro impreso seguirá siendo
instrumento sui géneris de expresión, educación, comunicación y reflexión
crítica; una lección que deben aprender los responsables de las instituciones
culturales del Estado, para ser más respetuosos con los autores -quienes
merecen recibir una parte justa de los ingresos generados por sus libros- y
evitar que las obras del acervo cultural sucumban en las brumas del olvido.
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