DOS RELATOS DE CRISPÍN PORTUGAL
Almha, la vengadora / Línea 257
Uno
La luna hecha astilla cayó e hizo temblar sus senos pequeños nevados torrencialmente; pero repletos de ternura, escupió y se frotó rápidamente las
manos temblorosas respondiendo innatamente al flujo consanguíneo que circulaba
fogosamente por sus venas. Mientras que en un apretado espacio de las graderías
de un no más que pequeño
anfiteatro se escuchan gritos alargados, achatados, enroscados, atascados en
fin, bastante emocionados que con mucho esfuerzo se puede entender: ¡Almha¡
¡Almha! ¡Almha!
Dos
En estas horas
domésticas se dice por ahí que el sol es atacado
y después devorado por la luna y las estrellas. Éstas se apoderan del brillo del astro padre que, casi
muerto con un poco de descanso, se recupera una y otra vez, así como las caídas
del khari khari: dentro del cuadrilátero, fuera del cuadrilátero, debajo del
cuadrilátero; a la derecha, a la izquierda, al este, al oeste; en todas partes
del escenario que mucha gente un buen tiempo murmuró de ello y hasta algunos
transformaron la ´´K´´ del inicio de su nombre adoptado en el ring por una
´´K´´ de K H A I D O R.
¡Veeeeeeeencido! ¡veeeeeeeencido! ¡veeeeeeeencido!... quinientas
sesenta y seis veces tuvo que tragarse esta enorme palabra, anestesiado por el
dolor y callado por el bullicio. Domingo encima de domingo, domingo
tijereteado, domingo planchado,
domingo eléctrico, domingo galáctico, domingo volador, domingo quebrado.
Tú y tú como dos
Tembló tu carne al escuchar la voz negra en la tarde, mientras ella con su
viento lo nublaba todo con polvareda, dejándonos en la penumbra sin ser noche.
Mi cuerpo empezó a absorber la humedad, la tristeza de estas paredes tiesas
olor a trago, mareándonos más de lo que habíamos bebido. Me acerqué a ti que te
dejabas escapar por la ventana, te veías flotando impulsada por el fuerte
ventarrón sin que las venteras, que tiritaban de frío y recogían en sus aguayos
sus mercancías, se percatasen de tus cabellos que se enredaban en las rejillas
de algunas pasarelas.
Quisiste recorrer la planicie de esta ciudad pero la montaña canosa con el
nombre del joven carcomió tu tiempo calculado.
Cerraste los ojos y buscaste en mí un poco
de calor, te abracé con fuerza, froté tu espalda y te retorciste. Quise cortar
tus cabellos, cuando empezaste a llorar, toque tu mejilla de barro y un gemido
eficaz como tu llanto escapó de tus labios: te hacía daño, pues todo tu ser
estaba malogrado y al borde del derrumbe; entonces comprendí que nuestro calor
se esfumó.
El ámbar de este silencio se ahumó, se vio terriblemente estrujado, mis ojos
vidriosos reflejaban el catre, el bacín que sirvió de cenicero, el perchero con
cariz de arlequín, el velador donde se desvanecían unas monedas, donde yacen
tiesas unas llaves, donde brillan unos sobres nerviosos. Ahí estás tú
quitándote la ropa aprisa, segura, decidida, secándote las lágrimas para
después meterte en la cama y cubrirte con las frazadas sucias, dejándome un
espacio que sin lugar a dudas lo ocuparía.
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