LA IMAGEN INMORTAL DEL CHE
Víctor Montoya
Recordado comandante:
El 8 de octubre de 1967,
después de librar tu último combate en el cañadón del Yuro y caer a merced de
tus enemigos, la pierna herida por un tiro y la garganta desgarrada por el
asma, tu diario de campaña y otros documentos escritos con tu puño y letra,
quedaron en poder de las Fuerzas Armadas. Es decir, pasaron de tu mochila de
cuero a una caja de zapatos, que fue depositado como “secreto de Estado en
el Alto Mando Militar Boliviano”; tu reloj Rolex, que te quitó un soldado a
poco de tu captura, pasó a la muñeca del coronel Andrés Selich; tu fusil, ese
fusil que hubiera querido heredar para cargarlo al hombro como tú lo cargaste a
lo largo de la lucha, intentando encender la chispa de la revolución
latinoamericana, pasó a manos del coronel Centeno Anaya, quien lo tomó sin
sentir la misma emoción de felicidad que sintió el Inti cuando te conoció en la
“Casa de Calamina”, en Ñancahuazú, donde tú le estrechaste la mano de
compañero, mientras otro le entregaba su carabina M-2; tu pipa, en la cual
degustaste la última bocanada de humo, como quien está dispuesto a esperar con
serenidad la hora de la muerte, se la regalaste al sargento Bernardino Huanca,
quien se comportó amable contigo. Pero el capitán Mario Terán se adelantó y
gritó: “¡La quiero yo! ¡La quiero yo!”.Entonces tú, mirándolo con
infinito desprecio, encogiste el brazo y le dijiste: No, a vos no.
En la Higuera
permaneciste varias horas con vida. Te negaste a discutir con tus captores y
tuviste el coraje de escupirles a la cara. Mas los mercenarios, dispuestos a
cumplir las instrucciones de la CIA, decidieron eliminarte en el acto, para
luego inventar la versión de que caíste en el combate del cañadón del Yuro, y
no que fuiste capturado vivo y ejecutado entre las cuatro paredes de la escuela
de La Higuera. Tu asesino fue el mismo suboficial que quiso apoderarse de tu
pipa, quien, borracho y asaltado por el miedo, entró en el aula y ejecutó la
orden de eliminarte. Pero fue tan grande la impresión que le causaste, que,
requerido por la prensa, confesó: “Ese fue el peor momento de mi vida.
Cuando llegué, el Che estaba sentado en un banco. Al verme dijo: ‘Usted ha
venido a matarme’. Yo me sentí cohibido y bajé la cabeza sin responder. Entonces
me preguntó: ‘¿Qué han dicho los otros’ (refiriéndose a los guerrilleros Willy
y Chino). Le respondí que no habían dicho nada, y él contestó: ‘¡Eran unos
valientes!’. Yo no me atreví a disparar, En ese momento vi al Che grande, muy
grande, enorme. Sus ojos brillaban intensamente. Sentía que se echaba encima y
cuando me miró fijamente, me dio un mareo. Pensé que con un movimiento rápido
el Che podía quitarme el arma. ‘¡Póngase sereno –me dijo– y apunte bien! ¡Va a
matar a un hombre!’. Entonces di un paso atrás, hacia el umbral de la puerta,
cerré los ojos y disparé la primera ráfaga. El Che, con las piernas
destrozadas, cayó al suelo, se contorsionó y empezó a regar muchísima sangre.
Yo recobré el ánimo y disparé la segunda ráfaga que lo alcanzó en un brazo, en
el hombro y en el corazón. Ya estaba muerto”.
Después te trasladaron
amarrado al helicóptero, desde la escuela de La Higuera hasta el hospital de
Vallegrande. Te inyectaron formalina en las venas y te presentaron ante las
cámaras de la prensa sobre una mesa de tablas, donde yacías como Cristo, el
Nazareno, con el aspecto más de vivo que de muerto; tenías el torso desnudo,
los pantalones ajados, los pies descalzos, la barba crecida hasta el pecho y la
cabellera precipitándose en cascadas. Aunque tu mirada estaba ausente, tus ojos
irradiaban una extraña inocencia, acentuada por tus labios entreabiertos, casi
sonrientes en el rictus de la muerte. Ese día, quienes contemplaron tu hermoso
rostro de combatiente, cuentan que, incluso después de ser acribillado, tu
cadáver rezumaba una aureola que inspiraba admiración y respeto, quizá porque
supiste someter tus ideales a las pruebas del fuego, porque hacían lo que
decías, porque vivías como pensabas y pensabas como vivías.
En esta última
fotografía, donde los curiosos se agolpan a tu alrededor, la mirada fija y el
aliento sostenido, parecen no salir de su asombro al constatar que ese hombre
tendido en la camilla es el guerrillero que quiso “crear dos, tres... muchos
Vietnam en América Latina”, mientras tus captores, señalando las heridas de
tu cuerpo, te exponen como un trofeo de guerra, aunque no te mataron en combate
sino de un modo cobarde.
Sin embargo, ésta no es
tu fotografía más conocida, sino aquella otra de 1960, cuando el fotógrafo
Alberto Korda, al recoger imágenes para la prensa en La Habana, tras el
incendio del barco francés que transportaba un cargamento de armas y municiones
para la defensa de la revolución, fijó tu rostro en el visor de la cámara y,
atraído por la fuerza y el dramatismo de tu mirada tendida en la bahía, te tomó
una fotografía que, una vez revelada en la cámara oscura, dio la vuelta al
mundo y se trocó en un aluvión de afiches, banderas, camisetas, chapas,
carteles, gorros y estampas; más todavía, tu rostro se pintó en las paredes y
se grabó en la mente de quienes te mutilaron las manos y te desaparecieron,
intentando acallar tu voz, soterrar tus ideales y destruir tu imagen, que, hoy
como siempre, está presente entre nosotros, incitándonos a repetir aquellas
frases de la carta de despedida que les escribiste a tus padres: “Otra vez
siento bajo mis talones el costillar de Rocinante; vuelvo al camino con la
adarga al brazo... Muchos me dirán aventurero, y lo soy; sólo que de un tipo
diferente y de los que ponen el pellejo para demostrar sus verdades...”.
Así te recordamos,
comandante, con la estrella en la boina y el porvenir en la mirada.
Imágenes:
1. Cadáver del Che, foto
de Freddy Alborta, Vallegrande, 1967
2. El Che, foto de
Alberto Korda, La Habana, 1960
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